Tuesday, November 7, 2023

Hans Kelsen: un comentario a propósito de una efeméride

Hans Kelsen: un comentario a propósito de una efeméride

Es curioso que sobre la vida y la obra de Kelsen graviten los más variados adjetivos. Unos le llaman “purista”, otros lo catalogan como un “hombre gris”, los más benevolentes le reservan el rincón de la ingenuidad. Digo que es curioso porque, luego de haber leído una parte de su obra, no parece que estos adjetivos sean del todo transparentes, al margen de la mala o buena fe con la que sus contradictores los hayan empleado. Por lo que refiere a su ingenuidad (el adjetivo fue recientemente utilizado por el profesor Rodrigo Uprimny), me cuesta pensar que un hombre que vivió en carne propia la censura, el fascismo, el exilio, y que sólo hasta entrados sus sesenta años supo lo que era tener una casa y un lugar de residencia estable, haya podido ser, simple y llanamente, un ingenuo. 

Aunque no puedo extenderme en esta afirmación, pienso por contraste que en su obra pesó mucho más el realismo que la ingenuidad, y que ello puede advertirse no sólo en sus textos de teoría del derecho (para la muestra: sus reflexiones sobre la interpretación jurídica) sino fundamentalmente en sus escritos de teoría política. Siempre he lamentado que su libro «Socialismo y Estado» no haya tenido una repercusión política más determinante; que es lo mismo que decir que es una pena que los liberales y los marxistas no hayan continuado las ricas conversaciones de antaño. En una carta al PCI, Norberto Bobbio sintetizó en pocas palabras lo que Kelsen ya sugería hace cien años: “¡nosotros necesitamos de su programa, pero ustedes necesitan de nuestros principios!”.

Un juicio crítico merece el mote de “hombre gris” que hace unos años le impuso el profesor Diego López Medina. Pese a que no desconozco que la segunda edición de «Teoría pura del derecho» puede resultar en algunos apartes menos llamativa que «El concepto de derecho» de H.L.A. Hart, en honor a la verdad habría que decir que las dos ediciones de «Teoría pura…», la una de 1934 y la otra de 1960, son absolutamente sugestivas. Basta con echarle una mirada a los prólogos (una denuncia explícita de la deshonestidad intelectual de más de un jurista) y a algunos de los capítulos subsiguientes para quedar electrizado con la batalla intelectual que Kelsen emprendió contra dos ortodoxias: la del derecho privado y la de los exégetas de estirpe formalista. 

Sin perjuicio de las críticas que su metodología de indagación científica merezca, la afirmación de que Kelsen es un “purista” o un “normativista aséptico” pierde de vista que su obra no se mueve dentro de la dicotomía forma-contenido. No se trata de que el derecho sea la forma de la sociedad, pues nadie –ni el propio Kelsen– discute que el derecho está anclado a la disputa política por los contenidos normativos. Se trata, por contraste, de que las investigaciones científicas sobre las normas reconozcan su estructura formal. Por otra parte, la distinción entre «ser» y «deber ser» [sein-sollen] no es en absoluto baladí. Marx se la enrostró a los economistas de su tiempo: una cosa es hacer ciencia y otra hacer apología. Kelsen hizo lo propio: una cosa es estudiar el derecho positivo, otra muy distinta prescribir su obediencia. 

Así pues, celebro que la Universidad Nacional de Colombia, la Universidad Externado de Colombia y la Pontificia Universidad Javeriana hayan resuelto organizar el seminario “Hans Kelsen hoy”. Es maravilloso que un evento de esta magnitud ocurra si se le mira desde la propia historia de vida del homenajeado. Con ocasión de la persecución nazi, Kelsen partió hacia Estados Unidos a finales de la década del treinta y sólo hasta 1945 logró obtener una plaza como profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencia Política, en Berkeley. Para ese entonces rondaba ya los 64 años. Es paradójico que se le hayan cerrado las puertas de las facultades de derecho; paradójico mas no incomprensible. Kelsen era desde luego un teórico del derecho, no un práctico; las escuelas necesitaban entrenar personas “para el oficio jurídico”: “litigantes” y “consultores”, diríamos ahora.

Hemos pagado muy caro el desdén por la teoría del derecho, pero no estamos obligados a asumir ese costo por siempre. Espero que este espacio, que en mis años universitarios nunca pude presenciar, sea una de las muchas formas de conjurar tal desatino. Siempre valdrá la pena volver a la obra de quienes retan nuestra inteligencia y alimentan nuestro pensamiento.


Juan Felipe González Jácome

Wednesday, February 16, 2022

¿Por qué la Revolución en Marcha?

¿Por qué la Revolución en Marcha?

 

Por. Juan Felipe González Jácome[1]

 

Recurrir al pasado en función del porvenir es una de las estrategias discursivas más comunes en la actividad política. Esta campaña no ha sido la excepción. Mientras los unos invocan personajes, los otros reviven circunstancias históricas. Cada quién trasciende su propio contexto en aras de la persuasión y, por qué no, de la inspiración. 


Aunque se trata de una costumbre retórica bastante conocida, debo admitir que hubo una invocación que me tomó por sorpresa: la que hizo Gustavo Petro de la Revolución en Marcha y de Alfonso López Pumarejo. En uno y otro caso pareciera que el segundo gobierno de la República Liberal (1934-1938) ha ganado terreno en el debate público y en la estrategia electoral del Pacto Histórico, pero ¿hay plena consciencia de los alcances de esta interesante rememoración? ¿Por qué valdría la pena volver la vista a episodios acaecidos hace ya más de 80 años? Sucesos sobre los que, aparentemente, ya nadie parece interesarse. 

 

Al margen de su objetivo retórico, estimo que esta invocación no puede pasar desapercibida. En línea con algunos autores en los que me inspiraré para redactar esta reseña histórica,[2] me atrevería a asegurar que el primer gobierno de López Pumarejo marcó un hito en la participación política de la gente del común, al tiempo que gestó una de las más grandes movilizaciones intelectuales del siglo XX en Colombia.[3] 


Pese a que buena parte de las reformas sociales, políticas e institucionales sufrieron importantes reveses en los periodos de gobierno posteriores, lo cierto es que la Revolución en Marcha gestó grandes esperanzas de cambio y de transformación en el imaginario colectivo. Visto desde el presente, lo relevante de este acontecimiento no es tanto lo que efectivamente consumó, sino las energías creativas que despertó. De ahí que su evocación –creo– pueda enlistarse en función de una proyección política de cambio político e institucional.

 

Para empezar con este esbozo, podríamos decir que Alfonso López Pumarejo tenía claro que cualquier transformación política en Colombia pasaba por implementar reformas sustantivas en cinco frentes concurrentes:[4] (i) el régimen de propiedad de la tierra; (ii) la intervención del Estado en la economía, con especial acento en la política fiscal; (iii) la relación entre el capital y el trabajo; (iv) la relación entre la iglesia y el Estado y (v) la reforma educativa. ¿En qué medida el gobierno de la Revolución en Marcha afectó cada uno de estos ámbitos? Veamos.


Alfonso López Pumarejo
Tomada del libro de Alfonso López Michelsen "Visiones del siglo XX colombiano".

Intervenir el régimen de propiedad era sin duda alguna una actividad altamente polémica y controversial. Tal como ocurre hoy en día, los propietarios de grandes extensiones de tierra, es decir, los latifundistas, dominaban un sector importante de la política nacional. Es claro que Alfonso López Pumarejo no era un político socialista, pero también es cierto que tenía un meridiano entendimiento de los debates ideológicos de su época, altamente influenciados por tal ideal. En su objetivo de organizar el capitalismo en Colombia sabía que tenía que asestar un duro golpe a la clase terrateniente. La mejor manera de hacerlo era obligándoles a explotar la tierra, esto es, forzando el fin del latifundio improductivo.[5]

 

En aras de tal objetivo, López Pumarejo y Darío Echandía (a la sazón ministro de Educación) tenían claro que debían “romperle una vértebra” a la Constitución de 1886. ¿Pero cuál? Darío Echandía afirmaba: “la que coloca el derecho individual a la propiedad por encima del interés social, la que consagra la libertad en el mundo económico y permite que el fuerte se imponga sobre el débil sin que el Estado tenga instrumentos para buscar formas más justas y racionales en la producción, distribución y consumo de las riquezas”.[6]

 

Al efecto, se fijaron disposiciones de rango superior que prescribían que la propiedad era una función social que implicaba obligaciones, que el interés privado debía ceder al interés público o social, y que incluso por motivos de utilidad pública y por razones de equidad, la expropiación sin indemnización resultaba procedente previo voto mayoritario de las Cámaras del Congreso.[7] 


A despecho de los grandes propietarios (reunidos en la llamada Acción Patriótica Económica Nacional –APEN–), el gobierno de López impuso un cambio rotundo en la concepción que, al menos institucionalmente, prevalecía en las relaciones de propiedad. Su objetivo, moderado a la luz del presente pero subversivo por ese entonces, consistía en que los derechos patrimoniales estuviesen sujetos a obligaciones y respondieran a los intereses económicos colectivos. Se trataba de que la propiedad fuera por sí misma una función social; que su existencia estuviese marcada, de suyo, por el interés general.

 

Ahora bien, López tenía claro que no bastaba con alterar el régimen de propiedad. Era indispensable, además, fortalecer la intervención del Estado en la economía. Para tales efectos el gobierno puso su foco de atención en un frente crucial: la política fiscal. 


Es claro que la República Liberal no fue pionera en esta materia. En vigencia de la llamada Hegemonía Conservadora, específicamente en 1918, se introdujo una legislación novedosa en materia de impuesto a la renta. A la postre, entre 1921 y 1923, se tomaron medidas importantes de fiscalización a las tarifas de algunos servicios públicos y se dictaron las leyes del Banco de la República, de los bancos comerciales y se creó la Superintendencia Bancaria.[8]

 

Sin embargo, el gobierno juzgaba tales medidas como insuficientes. Era indispensable implementar una reforma tributaria auténticamente progresiva. Como lo recuerda el profesor Álvaro Tirado Mejía, tales pretensiones tuvieron concreción en la Ley 78 de 1935, que aumentó las tarifas para las rentas más altas, estableció el “exceso de utilidades” y creó el impuesto al patrimonio, complementario al de renta. A su turno, mediante la Ley 69 de 1936, se modificaron los impuestos sucesorales y se propuso elevar de manera progresiva las tarifas a las asignaciones y a las donaciones.[9]

 

López insistía en sus discursos al Congreso que en Colombia las empresas no estaban acostumbradas a tributar, y que era necesario transformar la cultura de la contribución, especialmente en los sectores empresariales. Sustentaba sus afirmaciones en ejemplos sumamente ilustrativos. 


Mientras la Tropical Oil Company –decía López– pagó entre 1926 y 1934 un total de $3’678.895 por concepto de impuestos. Gracias a la Ley 78 de 1935, y tan solo en un año, aportó al fisco $3’338.000. Lo propio ocurrió con las sociedades nacionales. Con anterioridad a la entrada en vigor de la Ley 78 de 1935, una empresa como la Compañía Colombiana de Tabacos tributaba al año un promedio de $170.000, en vigencia de la nueva legislación tal cifra ascendió a $495.253.[10]

 

Alfonso López Pumarejo con Jorge Eliecer Gaitán y Julio Carrizosa Valenzuela
Tomada de del libro de Álvaro Tirado Mejía "La Revolución en Marcha..." Óp. Cit. 


A estas medidas se sumaron otras de gran incidencia política. Una de las más recordadas por los sectores populares fue el incentivo a la organización sindical. Las razones de estas medidas eran sencillas: permitir la organización de las clases laboriosas, a juicio del gobierno, reequilibraba las relaciones entre el capital y el trabajo y contribuía al mejoramiento del nivel de vida de las personas con menores ingresos. 


Al inicio de la República Liberal los sindicatos existentes prácticamente se podían contar con los dedos de las manos. Según datos oficiales solo existían 15 organizaciones de este tipo. Para el último año de la administración de López se reportaron 168 sindicatos de diversas industrias y gremios.[11]

 

Paralelamente, la Revolución en Marcha incentivó la constitución de espacios de confluencia entre las diferentes iniciativas gremiales. Ejemplo de esta apuesta fue la organización de varios congresos sindicales, entre los que destaca el que tuvo lugar en Medellín a finales de julio de 1936. Al calor de estos escenarios, propiciados incluso con recursos públicos, el discurso y las apuestas programáticas de los trabajadores adquirieron un gran calado. 


La plataforma política aprobada en el Congreso Sindical de Medellín, por ejemplo, dispuso reivindicaciones de alta relevancia para el mundo del trabajo: el descanso dominical remunerado, el cumplimiento estricto de la jornada laboral diaria de ocho horas, el reconocimiento de vacaciones remuneradas de quince días anuales en empresas públicas y privadas, la ley de jubilación a los 45 años y a los veinte de servicio en la empresa, entre otras.[12]

 

Igualmente, el gobierno de López impulsó una interesante reforma político-administrativa que contó con gran respaldo social. En materia política, y bajo la consigna de la “pureza del voto”, instituyó el sufragio universal masculino de mayores de 21 años, modificó la composición y método de elección del llamado Gran Consejo Electoral e implementó la cédula electoral (o de ciudadanía)[13] con el fin de atestar un golpe contundente al fraude. 


En materia orgánica, el Senado aprobó la carrera administrativa para los empleados nacionales, departamentales y municipales y se introdujo un sistema de ascensos en contraposición al clientelismo partidista imperante.[14]

 

Así mismo, entre los objetivos principales del gobierno estuvo el de alterar las relaciones entre la iglesia y el Estado. Durante la Hegemonía Conservadora, y a instancias de la Constitución de 1886, una y otra institución parecían indivisibles. La iglesia no solamente jugaba un papel capital en la gestión de la educación pública y de las relaciones civiles, sino que también incidía en la selección de los dirigentes políticos y en el relevo de los funcionarios públicos. 


Bajo ese contexto, es entendible que la reforma constitucional del 36 hubiese modificado sustancialmente el estatuto de 1886.[15] 


Primero, porque consagró la libertad de conciencia. Segundo, porque prescribió la libertad de enseñanza y puso en cabeza del Estado la inspección y vigilancia de los institutos de educación, tanto públicos como privados. Tercero, porque fijó que las leyes –y no los curas– determinarían el estado civil de las personas. Y, cuarto, porque prescribió que los vínculos entre el Estado colombiano y la Iglesia Católica debían regirse por el derecho público,[16] lo que contribuyó a superar el vínculo tutelar existente entre el Estado colombiano y la Santa Sede.

 

Como era de esperarse, este cambio político permitió –así fuese tímidamente– reformar algunas instituciones de estirpe civil. La ley 45 de 1936, por ejemplo, limó la odiosa discriminación entre los llamados hijos legítimos y naturales, al punto que otorgó a estos últimos prerrogativas impensables en la Hegemonía Conservadora. 


A este respecto, es bastante conocida la pugna entre la Iglesia Católica y el gobierno a propósito de una medida que obligaba a los colegios, públicos y privados, a admitir el ingreso de los llamados “hijos naturales”. Mientras los jerarcas de la iglesia consideraban un disparate tener que permitir el ingreso de estudiantes sin distingo de “origen, credo y raza”, varios sectores políticos –entre estos la UNIR– advertían que buena parte de los colombianos vivían en unión libre, por lo que las garantías para los hijos naturales, es decir, los “habidos por fuera del matrimonio”, constituían una importante política de justicia social.[17]

 

A las medidas civiles se sumaron otras de gran envergadura en materia educativa. Una de las más importantes fue la eliminación de barreras en el ingreso de las mujeres al sistema de educación media y universitaria. Contra la postura de conservadores y liberales tradicionalistas, algunas de ellas lograron inscribirse a programas de formación universitaria; al tiempo que en varias escuelas se implementó el bachillerato mixto. 

 

En todo caso, hay que reconocer que en estas materias el gobierno fue extremadamente cauto. Paradójicamente, mientras los dirigentes conservadores se pronunciaban en favor del “voto femenino”, los liberales salían al paso alegando la presunta inconveniencia de tales derechos. A su juicio, el voto de las mujeres sería instrumentalizado por el clero y capitalizado por el Partido Conservador.[18] Apelando a falacias de este tipo y en contra de los sectores más progresistas del gobierno, la mayoría del Partido Liberal ahogó el intento por extender los derechos a la participación política.

 

Por último, no podemos dejar escapar una de las medidas más ambiciosas de la Revolución en Marcha en materia educativa: la reorganización de la Universidad Nacional de Colombia. A través de la Ley 68 de 1935 el gobierno centralizó la administración de la Universidad y la dotó de un campus que no tenía antecedentes en América Latina. 


En conjunto con Jorge Zalamea, Germán Arciniegas y Gerardo Molina (quien ocuparía la rectoría de 1944 a 1948), López veló por conferirle a la entidad educativa autonomía administrativa y presupuestal. Aspectos que fueron indispensables para que, años después, la Universidad pudiese sortear el veto furibundo de los sectores más conservadores de la sociedad y, sobre esa base, lograra implementar la carrera docente, fundar nuevas facultades, administrar su propia imprenta y defender su autonomía universitaria.[19]


El  Frente Popular, 1936
Tomada del libro de Álvaro Tirado Mejía "La Revolución en Marcha..." Óp. Cit.

Al hilo de lo expuesto, podría decirse que rememorar el gobierno de la Revolución en Marcha no es cualquier trivialidad. Antes por el contrario resulta ser una estrategia discursiva que, tomada en profundidad, pone sobre la mesa anhelos y expectativas de cambio político, social y cultural que nos acompañan desde la década del 30 del siglo pasado y que, hoy más que nunca, son imprescindibles a la hora de concebir propuestas de transformación que la mayoría de la ciudadanía reclama. 

 

López recordaba que no existía en la historia nacional el ejemplo de un gobierno que no se hubiese constituido, más temprano que tarde, en una oligarquía –unas más siniestras, otras más moderadas–. En todo caso, insistía en que a esta fatalidad política solo podía oponérsele un nuevo programa de gobierno, uno que fuera auténticamente democrático y que conjugara altas dosis de reformismo económico, político e institucional. 

 

Ciertamente, aunque buena parte de tales expectativas fenecieron con el tiempo y se diluyeron en la perversidad de la violencia política de mediados de siglo –a lo que se sumó, claro está, la depuración del Partido Liberal, la negación del Frente Popular y el siniestro contubernio entre élites liberales y conservadoras denunciado posteriormente por Gaitán–, lo cierto es que López dio en un punto crucial: “no se puede hablar del fracaso de la democracia en donde nunca se ha practicado realmente”.[20] 


A mi juicio, evocar este acontecimiento, lejos de ser una cuestión baladí, nos debe impulsar a ser conscientes de la importancia y la necesidad de esa preciada apuesta política: la de practicar la democracia, realmente. Solo el tiempo nos dirá si vale la pena rescatar algo de aquellos vientos reformistas de la Revolución en Marcha. Con la diferencia, valga decir, de que los cambios no sean solo por lo alto, y de que, con el indispensable apoyo popular, esta vez sí puedan llegar a buen término.



[1] Abogado y especialista en Derecho Constitucional. Magíster en Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho. Se ha desempeñado como profesor de Teoría del Derecho. 

[2] Me refiero especialmente a Gerardo Molina Ramírez y a Álvaro Tirado Mejía y, respectivamente, a sus obras “Las ideas socialistas en Colombia” (1987) y “La Revolución en Marcha. El primer gobierno de Alfonso López Pumarejo 1934-1938” (1981). 

[3] Así se expresaba Diego Montaña Cuellar sobre la Revolución en Marcha en un artículo publicado en 1986 en el periódico El Tiempo. Citado en: MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. Las ideas socialistas en Colombia. Bogotá D.C.: Tercer Mundo Editores, 1988 [2ª edición], p. 291. 

[4] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha. El primer gobierno de Alfonso López Pumarejo 1934-1938. Bogotá D.C.: Universidad Nacional de Colombia – Debate, 1981 [5ª edición 2019], p. 88.

[5] MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. Las ideas socialistas en Colombia. Óp. Cit., p. 291. 

[6] Este fragmento del discurso de Darío Echandía ante la Cámara de Representantes es citado en las memorias de Carlos Lleras Restrepo. Cfr. LLERAS RESTREPO, Carlos. Crónica de mi propia vida (Tomo I). Bogotá D.C.: Stamato Editores, 1983, pp. 134-135.

[7] Cfr. Artículo 10 del Acto Legislativo 01 del 5 de agosto de 1936.

[8] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (...). Op. Cit., p. 91.

[9] Ibíd., p. 108.

[10] Ibíd., p. 113.

[11] MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. Las ideas socialistas en Colombia. Op. Cit., p. 280.

[12] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (…). Op. Cit., p. 215.

[13] Ibíd., p. 59.

[14] Ibíd., p. 278.

[15] Ibíd., p. 481.

[16] Cfr. Artículos 13, 14 y 18 del Acto Legislativo 01 de 1936.

[17] GUTIERREZ SANIN, Francisco. La destrucción de una República. Bogotá D.C.: Taurus – Universidad Externado de Colombia, 2017, p. 115.

[18] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (…). Op. Cit., pp. 459-464.

[19] JARAMILLO JIMÉNEZ, Jaime Eduardo. “Prólogo al libro «Breviario de ideas políticas»”. En: MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. “Breviario de Ideas Políticas”. Bogotá D.C.: Universidad Nacional de Colombia, 2021, pp. XXIII-XXIV.

[20] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (…). Op. Cit., p. 16.

Saturday, June 6, 2020

Apuntes sobre la Renta Básica Universal o Renta Básica de Ciudadanía como derecho fundamental.

Apuntes sobre la Renta Básica Universal o Renta Básica de Ciudadanía como derecho fundamental.


I.        Introducción

En medio de la crisis social desatada por la propagación del Covid-19, han salido a relucir las múltiples tensiones e incapacidades de nuestras estructuras institucionales. Es indiscutible que, sumado a la reacción tardía de los organismos internacionales –y de los estados– para contener la transmisión del virus, las recientes medidas de aislamiento obligatorio han ralentizado el mercado, poniendo en evidencia las grandes paradojas de la economía global. Por un lado, la coyuntura nos demuestra que los grandes niveles de desigualdad impiden que una buena parte de la población disfrute plenamente de los bienes, los servicios y las tecnologías, especialmente en épocas de crisis. Por otra parte, la debacle sanitaria nos ha obligado a reflexionar sobre la importancia de la redistribución de la riqueza, la cooperación humana y, especialmente, la vitalidad de las instituciones públicas a la hora de coordinar esfuerzos individuales en función de intereses colectivos.

Así las cosas, como parte de esta reflexión obligada, consideramos sumamente pertinente desarrollar algunas ideas sobre la Renta Básica Universal como derecho fundamental emergente. Al respecto, creemos que este derecho puede ser una respuesta estructural a un problema orgánico: la desigualdad. Por esa razón, a continuación, nos proponemos presentar algunos de los puntos más relevantes de esta propuesta, con el ánimo de que sirvan para nutrir y cualificar los debates venideros. 

En un primer momento, abordaremos la desigualdad económica y expondremos las razones por las cuales, a nuestro juicio, este fenómeno debe ser combatido. En un segundo momento, se tratará la cuestión de las bases materiales de la libertad en la tradición republicana; esto último, con el ánimo de identificar de qué forma la desigualdad, y la consiguiente carencia de recursos materiales, puede ir en contravía de la libertad sustantiva. En un tercer momento, expondremos a grandes rasgos la propuesta sobre una Renta Básica Universal, identificando sus más preciados objetivos. Por último, decantaremos algunas conclusiones relevantes.

II.      El fenómeno de la desigualdad (un reproche crítico)

En el año 2013, el economista francés Thomas Piketty publicó el libro “El capital en el siglo XXI”. Uno de los objetivos centrales de su texto fue el de estudiar la dinámica de las desigualdades en el mundo, tanto en los países más desarrollados como en los países emergentes y subdesarrollados. A partir del estudio minucioso de estadísticas y de bases de datos sobre la materia, el autor logró confirmar una de las tesis centrales de la crítica a la economía-política decimonónica, a saber: que en la economía capitalista existe una contradicción entre el rendimiento privado del capital y la tasa de crecimiento del ingreso y la producción. En otras palabras, que en el capitalismo: “el empresario tiende inevitablemente a transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes solo tienen su trabajo. Una vez constituido, el capital se reproduce solo, más rápidamente de lo que crece la producción. El pasado se devora al porvenir[1].

Vale decir que la anterior idea presupone dos tipos de juicio: uno de realidad y otro de valor. El juicio de realidad deviene de un análisis empírico del movimiento de la economía mundial. En el texto en cita, Piketty propone el siguiente ejercicio: toma la fortuna de los cienmillonésimos más ricos del mundo en 1987 [30 personas], y la compara con la fortuna de los cienmillonésimos más ricos en el año 2010 [45 personas]; el resultado arroja que el crecimiento real promedio anual (después de la inflación) de su riqueza, fue de 6,8%. Lo cual contrasta con el crecimiento de la riqueza promedio mundial por adulto en ese mismo periodo de tiempo, que tan solo alcanzó un 1.4%[2]. Esto demuestra tanto los altos niveles de desigualdad que existen en nuestras sociedades, como los bajos niveles de redistribución del ingreso.

Ahora bien, el anterior diagnóstico debe acompañarse de un juicio de valor. Por un lado, habrá quienes consideren que la acumulación ilimitada de riqueza es un derecho individual que, en ningún caso, debe ser restringido. Por otro lado, hay quienes creemos que detrás de esta realidad no solo se anida un desgarramiento social profundo, sino, fundamentalmente, una injusticia. Veamos por qué.

En primer lugar, debemos preguntarnos por la naturaleza de la riqueza, la cual, de entrada, debemos sumarle un adjetivo: social. La riqueza es social porque se realiza en el plano de una economía social, la cual se define a partir de tres variables: (1) que cualquier organización humana, para sobrevivir, está obligada a satisfacer necesidades y deseos que tienen un trasfondo natural-social, es decir, el eslabón principal de una economía es la producción de valores de uso[3] para la satisfacción de necesidades y deseos sociales; (2) que todo valor de uso de un producto, bien, o mercancía está relacionado con un “trabajo útil”; y (3) en la medida en que los productos, bienes, o mercancías apuntan a la satisfacción de necesidades y deseos socialmente concebidos, el “carácter social del producto conlleva al carácter social de su producción”, o sea, la producción es siempre un fenómeno social, de ahí que la riqueza, a fortiori, tenga un contenido igualmente social[4].

En segundo lugar, es importante destacar que aun cuando la producción de riqueza sea siempre una realidad social y colectiva, eso no quiere decir que las sociedades reconozcan en la producción y el trabajo tales características. Justamente, el papel desmitificador de la crítica de la economía política se encuentra en clarificar: (a) que la riqueza siempre, por antonomasia, se produce colectivamente; y (b) que, al margen de su génesis colectiva, la riqueza se apropia privadamente –por quienes ostentan los medios necesarios para la producción de valores de uso–, para luego distribuirla, limitadamente, mediante mecanismos de mercado.

Es aquí donde se radica el juicio de reproche, pues las desigualdades sociales no solamente son escandalosas en materia estadística, sino que burlan el carácter colectivo del trabajo y de la producción. Fijémonos que el alegato no se centra en la distribución igualitaria, sino en el desconocimiento de la génesis colectiva de cualquier forma de riqueza. Quienes defienden la acumulación ilimitada de riqueza por unos pocos, desconocen que tal realidad puede darse a partir de la desvalorización (e incluso expropiación) del trabajo colectivo. Por contraste, quienes defendemos mayores niveles de redistribución, reconocemos que la riqueza social adquiere concreción gracias a la cooperación humana, de suerte que el trabajo social debe ser mucho más valorado, esto es, debe implicar una tasa mayor de riqueza socialmente redistribuida que devenga en mejores niveles de vida para el común de la población.

III.     La tradición republicana y las condiciones materiales de la libertad

Ahora bien, a la excesiva desigualdad en materia económica deben sumarse otras realidades que afectan el curso de nuestras sociedades, como por ejemplo, la pobreza y el desempleo. Este tipo de fenómenos, que tienen raíces compartidas, generan un sinfín de asimetrías en la población, las cuales no solo son estrictamente económicas, sino que se extienden a otro tipo de vínculos sociales, como los culturales y los políticos.  

La tradición republicana, que se remonta a pensadores de diferentes corrientes y contextos históricos como Maquiavelo, Montesquieu, Locke, Rousseau, Kant, Adam Smith, Jefferson, Madison, Robespierre y Marx, ha defendido al menos dos convicciones elementales: (1) que ser libre es estar exento de pedir permiso a otro para desarrollar la vida, de suerte que quien depende de otro para vivir, simple y llanamente: no es libre. Y, (2) que quien no tiene asegurado el “derecho a la existencia” por carecer de propiedad, no es sujeto de derecho propio, vive a merced de otros, y no es capaz de cultivar ni menos de ejercitar la virtud ciudadana, precisamente porque las relaciones de dependencia y subalternidad le hacen un sujeto de derecho ajeno, un “alienado”[5].

Esta idea puede encontrarse en autores que, en un principio, parecieran estar en orillas totalmente opuestas: Locke y Marx. En el “Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil” Locke manifiesta que el valor de la igualdad consiste en que “todo hombre tiene derecho a disfrutar de su libertad natural sin estar sujeto a la voluntad o a la autoridad de ningún otro hombre”. En párrafos posteriores, el teórico inglés señala que la libertad natural, entre otras cosas, permite la apropiación de bienes en virtud del trabajo, de manera que las diferentes proporciones de propiedad dependen de los diferentes grados de laboriosidad. Es decir, para Locke la propiedad es una manifestación de la libertad porque es el resultado del “trabajo util”, del esfuerzo individual[6].

Por su parte, en el “Manifiesto Comunista”, Marx y Engels se expresan en estos términos: 

“[S]e nos ha reprochado a los comunistas el querer abolir la propiedad personalmente adquirida, fruto del trabajo propio, esa propiedad que forma la base de toda libertad, actividad e independencia individual ¡La propiedad adquirida, fruto del trabajo, del esfuerzo personal! […] ¿Es que el trabajo asalariado, el trabajo del proletariado, crea propiedad para el proletariado? De ninguna manera. Lo que crea es capital […] Os horrorizáis que queramos abolir la propiedad privada. Pero, en vuestra sociedad actual, la propiedad está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros. […] El comunismo no arrebata a nadie la facultad de apropiarse de los productos sociales; no quita más que el poder de sojuzgar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno[7].

Como se constata del anterior fragmento, al igual que Locke, Marx rescata el derecho de propiedad que emana del “trabajo útil”. El teórico alemán reconoce que la apropiación de los frutos del trabajo es una cualidad indispensable de la libertad. Y es precisamente, en sujeción a esa idea, que critica a la sociedad capitalista, pues, en ella, el trabajo no se desenvuelve en un escenario de fortuna y libertad, sino de miseria y opresión del “trabajo útil”.

En ese orden de ideas, la tradición republicana defiende que la libertad involucra una base material, toda vez que sin independencia socio-económica no puede haber un desenvolvimiento libre del individuo. A decir verdad, no se trata de que el sujeto se encuentre económicamente aislado, sino que tenga la capacidad de poseer determinados bienes a partir de su contribución a la riqueza social. Dos autores de tradición republicana, aunque con tintes propios, sugirieron ideas de política pública que se enmarcaban en esta tesis. Thomas Paine, por ejemplo, habló de la necesidad de crear un fondo nacional mediante impuestos a la propiedad privada de las tierras, a fin de introducir una pensión vitalicia para toda persona viva (mayor de cincuenta años) de 10 libras esterlinas anuales. Por su parte, Thomas Jefferson creyó que la base material de la libertad se asociaba a la universalización de la pequeña propiedad agraria individual: garantía indispensable para el trabajo y el ingreso[8].

Así las cosas, como sugiere Daniel Raventós, en esta tradición de pensamiento el ejercicio de la libertad (y con ello, de su base material) permite la realización de valores propios de la República, como el autogobierno, la participación política y el ejercicio de la ciudadanía. “En esta corriente, la independencia que confiere la propiedad no es un asunto de mero interés propio privado, sino de la mayor importancia política, tanto para el ejercicio de la libertad como para la realización del autogobierno republicano, pues tener una base material asegurada es indispensable para la propia independencia y competencia política”.

IV.    La Renta Básica Universal como derecho fundamental

Una vez presentadas algunas consideraciones sobre la desigualdad y sobre la base material de la libertad a lo largo de la tradición republicana, valdría la pena tratar de analizar cómo pueden articularse ambas miradas en la concreción de un nuevo derecho fundamental, a saber, el derecho a la Renta Básica Universal (en adelante RB). Lo primero que hay que decir, es que las desigualdades desorbitantes en materia económica tienen la virtualidad de impedir que una buena parte de la ciudadanía pueda tener acceso a un mejor nivel de vida. Con esto no quiere sugerirse que los niveles de vida no han aumentado en los últimos años, se trata más bien de que, en el estado actual de desarrollo productivo, técnico y tecnológico, las desigualdades constituyen una barrera para que el nivel de vida aumente en proporción al crecimiento de las fuerzas productivas (o de la riqueza social).

Para efectos de paliar esta tensión, esto es, disminuir los índices de desigualdad y garantizar un mínimo de sustento material a toda la ciudadanía, especialmente la más vulnerable, desde hace algunos años se ha venido construyendo la propuesta de una Renta Básica Universal o Renta Básica de Ciudadanía. La RB se puede definir como: “un ingreso pagado por el Estado a cada ciudadano(a), incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre, sin importar con quien conviva e independientemente de que cuente con otras fuentes de ingreso[9].

La RB pretende cumplir con tres objetivos principales: (i) erradicar la pobreza; (ii) disminuir la desigualdad; y (iii) robustecer la libertad sustantiva.

En primer lugar, la RB es un ingreso monetario universal que, en principio, pretende que todas las personas puedan tener acceso a un mínimo nivel de vida y puedan hacer frente a las necesidades básicas. Para estos fines, este ingreso mensual universal debe posibilitar que toda la ciudadanía esté en las condiciones de ubicarse por encima de la línea de pobreza extrema y, progresivamente, de la línea de pobreza general[10].

En segundo lugar, ésta es una medida que busca aumentar los niveles de redistribución de la riqueza. Frente a este punto, la literatura ha estado de acuerdo en que la única forma de financiar la Renta Básica Universal es a partir de un incremento en el tipo fiscal del impuesto a la renta. Lo cual se compensaría con la eliminación de todos los subsidios que se encuentren por debajo del valor de la RB, y con la disminución en los costos administrativos que subyacen a la concesión de estos subsidios focalizados. Adicionalmente, se estima que la asignación monetaria permitiría un incremento del consumo, de la innovación, de la demanda de trabajo y del valor real de los salarios[11].

En tercer lugar, un derecho fundamental de esta estirpe contribuye a robustecer la libertad sustantiva, pues está concebido a partir de un enfoque de justicia distributiva, esto es, un modelo de justicia que pregona la idea de que debemos considerarnos los unos a los otros como personas libres e iguales, o sea, como sujetos que cuentan con la oportunidad y la libertad de materializar sus propias concepciones de la vida buena. Por ende, el ingreso universal contribuye a que la ciudadanía cuente con mayores posibilidades de realización de sus respectivos intereses, ya que una distribución más equitativa de recursos genera mejores escenarios para que las preferencias individuales y colectivas se transformen en resultados sociales[12].

Finalmente, habría que señalar que un derecho de este estilo podría tener un efecto simbólico (y material) en la forma de concebir la estructura democrática de la sociedad. Es indiscutible que la RB haría a los pobres y a los desposeídos mucho más independientes, lo cual permitiría construir dinámicas de representación política profundamente renovadas. Por otra parte, una mayor independencia contribuiría a una mayor capacidad de organización y al desarrollo de niveles más elevados de conciencia política y ciudadana. Por último, el alcance universal de la medida redistributiva podría cumplir un papel altamente pedagógico en las personas, pues podría hacerles entender el sustrato social y colectivo de la riqueza social. Lo cual, sin duda alguna, desmitificaría una buena parte de nuestras relaciones sociales, toda vez que, al tiempo que reconoce en el sujeto posibilidades de realización, promueve una cultura de lo común.

V.      Conclusiones

De conformidad con lo expuesto anteriormente, podríamos llegar a las siguientes conclusiones:

i.    La desigualdad económica no es solamente una realidad ultra evidente, sino que también es un fenómeno altamente reprochable, habida cuenta de que además de desconocer el contenido colectivo y social de la riqueza, y por ende, limitar y mutilar el “trabajo útil”, impide que el nivel de vida del común de la población se incremente en consonancia con la tasa de crecimiento económico, la cual, por lo demás, también se ve opacada en contraste con el crecimiento de la renta privada.

ii.  La tradición republicana –en la cual, aparentemente, se inscriben nuestros estados– ha insistido en que no puede haber libertad en sociedades en las que una buena parte de la población está desprovista de condiciones auténticas de independencia socio-económica. Es decir, para esta tradición de pensamiento, la libertad requiere de unas condiciones materiales para su ejercicio, de suerte que sin ellas no puede haber política, autogobierno e independencia.

iii.  Finalmente, podemos concluir que el derecho fundamental a la RB puede ser una propuesta viable para erradicar la pobreza, disminuir las desigualdades y robustecer –en extensión e intensidad– la libertad sustantiva, por cuanto: (a) garantiza un ingreso monetario a toda la ciudadanía; (b) obliga a la redistribución del ingreso y de la renta; (c) alimenta enfoques de justicia distributiva que buscan la igualdad de oportunidades y la realización de los intereses individuales y colectivos; (d) fortalece la independencia socio-económica y, con ello, puede posibilitar ejercicios renovados de representación y participación democrática; y, (e) permite construir relaciones humanas mucho más transparentes, pues, sin dejar de lado las posibilidades inéditas de realización individual, cultiva una cultura de lo común.

Dicho lo anterior, resulta claro que la Renta Básica Universal o Renta Básica de Ciudadanía puede ser un avance histórico en el desenvolvimiento de nuestras comunidades humanas. En realidad, esta propuesta se nos presenta como una excelente forma de consagrar puntos innegociables de justicia y dignidad, ya que apunta a universalizar, poco a poco, el derecho que tiene toda persona, independientemente de sus circunstancias, de realizar su ideal de la vida-buena. 

Publicado por: Juan Felipe González Jácome




[1] PIKETTY, Thomas. El capital en el siglo XXI. Bogotá D.C.: Fondo de Cultura Económica, 2014. Pág. 643.
[2] Ibídem, Pág. 478 (Cuadro XII.1. Tasa de crecimiento de las fortunas mundiales más altas, 1987-2013).
[3] “La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. Pero esta utilidad no flota en el aire. Condicionada por las propiedades del cuerpo de la mercancía, no existe sin él. De ahí que el mismo cuerpo de la mercancía, como el hierro, el trigo, el diamante, etc., sea un valor de uso o un bien. (…) El valor de uso se realiza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, cualquiera que sea su forma social” (MARX, Karl. El Capital [Libro I – Tomo I]. Madrid: Ediciones Akal, 2016. Pág. 56.).
[4] GARCÍA LINERA, Álvaro. Forma Valor y Forma Comunidad: Aproximación teórica-abstracta a los fundamentos civilizatorios que preceden al Ayllu Universal. Quito: Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador (IAEN) –Editorial Traficantes de Sueños, 2015. Págs. 76-83.
[5] RAVENTÓS, Daniel. Renta Básica Ciudadana. Filosofía, economía y política. En: Papeles del Este. Transiciones poscomunistas. No. 12 – 2006. Universidad Complutense de Madrid. Pág. 19.
[6] LOCKE, John. Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Madrid: Alianza Editorial, 1996. Págs. 70-73; 78.
[7] MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Manifiesto Comunista. México D.F.: Ocean Sur, 2012. Págs. 31-33
[8] DOMÈNECH, Antoni. Prólogo a “Las condiciones materiales de la libertad” de Daniel Raventós. En: DOMÈNECH, Antoni. Escritos Sin Permiso [textos seleccionados]. Barcelona: Editorial Sin Permiso [digital], 2018. Págs. 61-63.
[9] BERTOMEU, María Julia; DOMÈNECH, Antoni & RAVENTÓS, Daniel. La propuesta de la Renta Básica de Ciudadanía. En: DOMÈNECH, Antoni. Escritos Sin Permiso [textos seleccionados]. Barcelona: Editorial Sin Permiso [digital], 2018. Pág. 18.
[10] GORJÓN, Lucía. Renta Básica Universal y Renta Mínima: ¿soluciones para el futuro? En: Información Comercial Española, ICE: Revista de Economía, noviembre-diciembre de 2019, No. 911. Págs. 93-110. [Ejemplar dedicado a: Un nuevo contrato social en una nueva economía]. Págs. 95-97.
[11] Ibídem, Pág. 105. Sobre este punto, se ha señalado que una mayor independencia socio-económica de la ciudadanía permite una mayor capacidad de negociación colectiva, lo cual tiene efectos positivos en las condiciones laborales de las y los trabajadores.
[12] VAN PARIJIS, Philippe. “De cada cual (voluntariamente) según sus capacidades, a cada cual (incondicionalmente) según sus necesidades” [Entrevista]. En: RAVENTÓS, Daniel; RAVENTÓS, Sergi; FEARN, Hannah; et alMonográfico sobre la Renta Básica. Barcelona: Editorial Sin Permiso [digital]. Págs. 75-89, 2014. Pág. 80.