Wednesday, February 16, 2022

¿Por qué la Revolución en Marcha?

¿Por qué la Revolución en Marcha?

 

Por. Juan Felipe González Jácome[1]

 

Recurrir al pasado en función del porvenir es una de las estrategias discursivas más comunes en la actividad política. Esta campaña no ha sido la excepción. Mientras los unos invocan personajes, los otros reviven circunstancias históricas. Cada quién trasciende su propio contexto en aras de la persuasión y, por qué no, de la inspiración. 


Aunque se trata de una costumbre retórica bastante conocida, debo admitir que hubo una invocación que me tomó por sorpresa: la que hizo Gustavo Petro de la Revolución en Marcha y de Alfonso López Pumarejo. En uno y otro caso pareciera que el segundo gobierno de la República Liberal (1934-1938) ha ganado terreno en el debate público y en la estrategia electoral del Pacto Histórico, pero ¿hay plena consciencia de los alcances de esta interesante rememoración? ¿Por qué valdría la pena volver la vista a episodios acaecidos hace ya más de 80 años? Sucesos sobre los que, aparentemente, ya nadie parece interesarse. 

 

Al margen de su objetivo retórico, estimo que esta invocación no puede pasar desapercibida. En línea con algunos autores en los que me inspiraré para redactar esta reseña histórica,[2] me atrevería a asegurar que el primer gobierno de López Pumarejo marcó un hito en la participación política de la gente del común, al tiempo que gestó una de las más grandes movilizaciones intelectuales del siglo XX en Colombia.[3] 


Pese a que buena parte de las reformas sociales, políticas e institucionales sufrieron importantes reveses en los periodos de gobierno posteriores, lo cierto es que la Revolución en Marcha gestó grandes esperanzas de cambio y de transformación en el imaginario colectivo. Visto desde el presente, lo relevante de este acontecimiento no es tanto lo que efectivamente consumó, sino las energías creativas que despertó. De ahí que su evocación –creo– pueda enlistarse en función de una proyección política de cambio político e institucional.

 

Para empezar con este esbozo, podríamos decir que Alfonso López Pumarejo tenía claro que cualquier transformación política en Colombia pasaba por implementar reformas sustantivas en cinco frentes concurrentes:[4] (i) el régimen de propiedad de la tierra; (ii) la intervención del Estado en la economía, con especial acento en la política fiscal; (iii) la relación entre el capital y el trabajo; (iv) la relación entre la iglesia y el Estado y (v) la reforma educativa. ¿En qué medida el gobierno de la Revolución en Marcha afectó cada uno de estos ámbitos? Veamos.


Alfonso López Pumarejo
Tomada del libro de Alfonso López Michelsen "Visiones del siglo XX colombiano".

Intervenir el régimen de propiedad era sin duda alguna una actividad altamente polémica y controversial. Tal como ocurre hoy en día, los propietarios de grandes extensiones de tierra, es decir, los latifundistas, dominaban un sector importante de la política nacional. Es claro que Alfonso López Pumarejo no era un político socialista, pero también es cierto que tenía un meridiano entendimiento de los debates ideológicos de su época, altamente influenciados por tal ideal. En su objetivo de organizar el capitalismo en Colombia sabía que tenía que asestar un duro golpe a la clase terrateniente. La mejor manera de hacerlo era obligándoles a explotar la tierra, esto es, forzando el fin del latifundio improductivo.[5]

 

En aras de tal objetivo, López Pumarejo y Darío Echandía (a la sazón ministro de Educación) tenían claro que debían “romperle una vértebra” a la Constitución de 1886. ¿Pero cuál? Darío Echandía afirmaba: “la que coloca el derecho individual a la propiedad por encima del interés social, la que consagra la libertad en el mundo económico y permite que el fuerte se imponga sobre el débil sin que el Estado tenga instrumentos para buscar formas más justas y racionales en la producción, distribución y consumo de las riquezas”.[6]

 

Al efecto, se fijaron disposiciones de rango superior que prescribían que la propiedad era una función social que implicaba obligaciones, que el interés privado debía ceder al interés público o social, y que incluso por motivos de utilidad pública y por razones de equidad, la expropiación sin indemnización resultaba procedente previo voto mayoritario de las Cámaras del Congreso.[7] 


A despecho de los grandes propietarios (reunidos en la llamada Acción Patriótica Económica Nacional –APEN–), el gobierno de López impuso un cambio rotundo en la concepción que, al menos institucionalmente, prevalecía en las relaciones de propiedad. Su objetivo, moderado a la luz del presente pero subversivo por ese entonces, consistía en que los derechos patrimoniales estuviesen sujetos a obligaciones y respondieran a los intereses económicos colectivos. Se trataba de que la propiedad fuera por sí misma una función social; que su existencia estuviese marcada, de suyo, por el interés general.

 

Ahora bien, López tenía claro que no bastaba con alterar el régimen de propiedad. Era indispensable, además, fortalecer la intervención del Estado en la economía. Para tales efectos el gobierno puso su foco de atención en un frente crucial: la política fiscal. 


Es claro que la República Liberal no fue pionera en esta materia. En vigencia de la llamada Hegemonía Conservadora, específicamente en 1918, se introdujo una legislación novedosa en materia de impuesto a la renta. A la postre, entre 1921 y 1923, se tomaron medidas importantes de fiscalización a las tarifas de algunos servicios públicos y se dictaron las leyes del Banco de la República, de los bancos comerciales y se creó la Superintendencia Bancaria.[8]

 

Sin embargo, el gobierno juzgaba tales medidas como insuficientes. Era indispensable implementar una reforma tributaria auténticamente progresiva. Como lo recuerda el profesor Álvaro Tirado Mejía, tales pretensiones tuvieron concreción en la Ley 78 de 1935, que aumentó las tarifas para las rentas más altas, estableció el “exceso de utilidades” y creó el impuesto al patrimonio, complementario al de renta. A su turno, mediante la Ley 69 de 1936, se modificaron los impuestos sucesorales y se propuso elevar de manera progresiva las tarifas a las asignaciones y a las donaciones.[9]

 

López insistía en sus discursos al Congreso que en Colombia las empresas no estaban acostumbradas a tributar, y que era necesario transformar la cultura de la contribución, especialmente en los sectores empresariales. Sustentaba sus afirmaciones en ejemplos sumamente ilustrativos. 


Mientras la Tropical Oil Company –decía López– pagó entre 1926 y 1934 un total de $3’678.895 por concepto de impuestos. Gracias a la Ley 78 de 1935, y tan solo en un año, aportó al fisco $3’338.000. Lo propio ocurrió con las sociedades nacionales. Con anterioridad a la entrada en vigor de la Ley 78 de 1935, una empresa como la Compañía Colombiana de Tabacos tributaba al año un promedio de $170.000, en vigencia de la nueva legislación tal cifra ascendió a $495.253.[10]

 

Alfonso López Pumarejo con Jorge Eliecer Gaitán y Julio Carrizosa Valenzuela
Tomada de del libro de Álvaro Tirado Mejía "La Revolución en Marcha..." Óp. Cit. 


A estas medidas se sumaron otras de gran incidencia política. Una de las más recordadas por los sectores populares fue el incentivo a la organización sindical. Las razones de estas medidas eran sencillas: permitir la organización de las clases laboriosas, a juicio del gobierno, reequilibraba las relaciones entre el capital y el trabajo y contribuía al mejoramiento del nivel de vida de las personas con menores ingresos. 


Al inicio de la República Liberal los sindicatos existentes prácticamente se podían contar con los dedos de las manos. Según datos oficiales solo existían 15 organizaciones de este tipo. Para el último año de la administración de López se reportaron 168 sindicatos de diversas industrias y gremios.[11]

 

Paralelamente, la Revolución en Marcha incentivó la constitución de espacios de confluencia entre las diferentes iniciativas gremiales. Ejemplo de esta apuesta fue la organización de varios congresos sindicales, entre los que destaca el que tuvo lugar en Medellín a finales de julio de 1936. Al calor de estos escenarios, propiciados incluso con recursos públicos, el discurso y las apuestas programáticas de los trabajadores adquirieron un gran calado. 


La plataforma política aprobada en el Congreso Sindical de Medellín, por ejemplo, dispuso reivindicaciones de alta relevancia para el mundo del trabajo: el descanso dominical remunerado, el cumplimiento estricto de la jornada laboral diaria de ocho horas, el reconocimiento de vacaciones remuneradas de quince días anuales en empresas públicas y privadas, la ley de jubilación a los 45 años y a los veinte de servicio en la empresa, entre otras.[12]

 

Igualmente, el gobierno de López impulsó una interesante reforma político-administrativa que contó con gran respaldo social. En materia política, y bajo la consigna de la “pureza del voto”, instituyó el sufragio universal masculino de mayores de 21 años, modificó la composición y método de elección del llamado Gran Consejo Electoral e implementó la cédula electoral (o de ciudadanía)[13] con el fin de atestar un golpe contundente al fraude. 


En materia orgánica, el Senado aprobó la carrera administrativa para los empleados nacionales, departamentales y municipales y se introdujo un sistema de ascensos en contraposición al clientelismo partidista imperante.[14]

 

Así mismo, entre los objetivos principales del gobierno estuvo el de alterar las relaciones entre la iglesia y el Estado. Durante la Hegemonía Conservadora, y a instancias de la Constitución de 1886, una y otra institución parecían indivisibles. La iglesia no solamente jugaba un papel capital en la gestión de la educación pública y de las relaciones civiles, sino que también incidía en la selección de los dirigentes políticos y en el relevo de los funcionarios públicos. 


Bajo ese contexto, es entendible que la reforma constitucional del 36 hubiese modificado sustancialmente el estatuto de 1886.[15] 


Primero, porque consagró la libertad de conciencia. Segundo, porque prescribió la libertad de enseñanza y puso en cabeza del Estado la inspección y vigilancia de los institutos de educación, tanto públicos como privados. Tercero, porque fijó que las leyes –y no los curas– determinarían el estado civil de las personas. Y, cuarto, porque prescribió que los vínculos entre el Estado colombiano y la Iglesia Católica debían regirse por el derecho público,[16] lo que contribuyó a superar el vínculo tutelar existente entre el Estado colombiano y la Santa Sede.

 

Como era de esperarse, este cambio político permitió –así fuese tímidamente– reformar algunas instituciones de estirpe civil. La ley 45 de 1936, por ejemplo, limó la odiosa discriminación entre los llamados hijos legítimos y naturales, al punto que otorgó a estos últimos prerrogativas impensables en la Hegemonía Conservadora. 


A este respecto, es bastante conocida la pugna entre la Iglesia Católica y el gobierno a propósito de una medida que obligaba a los colegios, públicos y privados, a admitir el ingreso de los llamados “hijos naturales”. Mientras los jerarcas de la iglesia consideraban un disparate tener que permitir el ingreso de estudiantes sin distingo de “origen, credo y raza”, varios sectores políticos –entre estos la UNIR– advertían que buena parte de los colombianos vivían en unión libre, por lo que las garantías para los hijos naturales, es decir, los “habidos por fuera del matrimonio”, constituían una importante política de justicia social.[17]

 

A las medidas civiles se sumaron otras de gran envergadura en materia educativa. Una de las más importantes fue la eliminación de barreras en el ingreso de las mujeres al sistema de educación media y universitaria. Contra la postura de conservadores y liberales tradicionalistas, algunas de ellas lograron inscribirse a programas de formación universitaria; al tiempo que en varias escuelas se implementó el bachillerato mixto. 

 

En todo caso, hay que reconocer que en estas materias el gobierno fue extremadamente cauto. Paradójicamente, mientras los dirigentes conservadores se pronunciaban en favor del “voto femenino”, los liberales salían al paso alegando la presunta inconveniencia de tales derechos. A su juicio, el voto de las mujeres sería instrumentalizado por el clero y capitalizado por el Partido Conservador.[18] Apelando a falacias de este tipo y en contra de los sectores más progresistas del gobierno, la mayoría del Partido Liberal ahogó el intento por extender los derechos a la participación política.

 

Por último, no podemos dejar escapar una de las medidas más ambiciosas de la Revolución en Marcha en materia educativa: la reorganización de la Universidad Nacional de Colombia. A través de la Ley 68 de 1935 el gobierno centralizó la administración de la Universidad y la dotó de un campus que no tenía antecedentes en América Latina. 


En conjunto con Jorge Zalamea, Germán Arciniegas y Gerardo Molina (quien ocuparía la rectoría de 1944 a 1948), López veló por conferirle a la entidad educativa autonomía administrativa y presupuestal. Aspectos que fueron indispensables para que, años después, la Universidad pudiese sortear el veto furibundo de los sectores más conservadores de la sociedad y, sobre esa base, lograra implementar la carrera docente, fundar nuevas facultades, administrar su propia imprenta y defender su autonomía universitaria.[19]


El  Frente Popular, 1936
Tomada del libro de Álvaro Tirado Mejía "La Revolución en Marcha..." Óp. Cit.

Al hilo de lo expuesto, podría decirse que rememorar el gobierno de la Revolución en Marcha no es cualquier trivialidad. Antes por el contrario resulta ser una estrategia discursiva que, tomada en profundidad, pone sobre la mesa anhelos y expectativas de cambio político, social y cultural que nos acompañan desde la década del 30 del siglo pasado y que, hoy más que nunca, son imprescindibles a la hora de concebir propuestas de transformación que la mayoría de la ciudadanía reclama. 

 

López recordaba que no existía en la historia nacional el ejemplo de un gobierno que no se hubiese constituido, más temprano que tarde, en una oligarquía –unas más siniestras, otras más moderadas–. En todo caso, insistía en que a esta fatalidad política solo podía oponérsele un nuevo programa de gobierno, uno que fuera auténticamente democrático y que conjugara altas dosis de reformismo económico, político e institucional. 

 

Ciertamente, aunque buena parte de tales expectativas fenecieron con el tiempo y se diluyeron en la perversidad de la violencia política de mediados de siglo –a lo que se sumó, claro está, la depuración del Partido Liberal, la negación del Frente Popular y el siniestro contubernio entre élites liberales y conservadoras denunciado posteriormente por Gaitán–, lo cierto es que López dio en un punto crucial: “no se puede hablar del fracaso de la democracia en donde nunca se ha practicado realmente”.[20] 


A mi juicio, evocar este acontecimiento, lejos de ser una cuestión baladí, nos debe impulsar a ser conscientes de la importancia y la necesidad de esa preciada apuesta política: la de practicar la democracia, realmente. Solo el tiempo nos dirá si vale la pena rescatar algo de aquellos vientos reformistas de la Revolución en Marcha. Con la diferencia, valga decir, de que los cambios no sean solo por lo alto, y de que, con el indispensable apoyo popular, esta vez sí puedan llegar a buen término.



[1] Abogado y especialista en Derecho Constitucional. Magíster en Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho. Se ha desempeñado como profesor de Teoría del Derecho. 

[2] Me refiero especialmente a Gerardo Molina Ramírez y a Álvaro Tirado Mejía y, respectivamente, a sus obras “Las ideas socialistas en Colombia” (1987) y “La Revolución en Marcha. El primer gobierno de Alfonso López Pumarejo 1934-1938” (1981). 

[3] Así se expresaba Diego Montaña Cuellar sobre la Revolución en Marcha en un artículo publicado en 1986 en el periódico El Tiempo. Citado en: MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. Las ideas socialistas en Colombia. Bogotá D.C.: Tercer Mundo Editores, 1988 [2ª edición], p. 291. 

[4] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha. El primer gobierno de Alfonso López Pumarejo 1934-1938. Bogotá D.C.: Universidad Nacional de Colombia – Debate, 1981 [5ª edición 2019], p. 88.

[5] MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. Las ideas socialistas en Colombia. Óp. Cit., p. 291. 

[6] Este fragmento del discurso de Darío Echandía ante la Cámara de Representantes es citado en las memorias de Carlos Lleras Restrepo. Cfr. LLERAS RESTREPO, Carlos. Crónica de mi propia vida (Tomo I). Bogotá D.C.: Stamato Editores, 1983, pp. 134-135.

[7] Cfr. Artículo 10 del Acto Legislativo 01 del 5 de agosto de 1936.

[8] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (...). Op. Cit., p. 91.

[9] Ibíd., p. 108.

[10] Ibíd., p. 113.

[11] MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. Las ideas socialistas en Colombia. Op. Cit., p. 280.

[12] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (…). Op. Cit., p. 215.

[13] Ibíd., p. 59.

[14] Ibíd., p. 278.

[15] Ibíd., p. 481.

[16] Cfr. Artículos 13, 14 y 18 del Acto Legislativo 01 de 1936.

[17] GUTIERREZ SANIN, Francisco. La destrucción de una República. Bogotá D.C.: Taurus – Universidad Externado de Colombia, 2017, p. 115.

[18] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (…). Op. Cit., pp. 459-464.

[19] JARAMILLO JIMÉNEZ, Jaime Eduardo. “Prólogo al libro «Breviario de ideas políticas»”. En: MOLINA RAMÍREZ, Gerardo. “Breviario de Ideas Políticas”. Bogotá D.C.: Universidad Nacional de Colombia, 2021, pp. XXIII-XXIV.

[20] TIRADO MEJÍA, Álvaro. La Revolución en Marcha (…). Op. Cit., p. 16.

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